jueves, 18 de abril de 2019

Fragmentos de los ensayos Escribir y Fuegos (Carver)

Por Raymond Carver

“Traten, entonces, mientras se ocupan de sus destinos individuales, de recordar que las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener el poder de los actos” (R.C.)
Algunos escritores tienen abundancia de talento; no conozco a ningún escritor que carezca de él. Pero una manera única y exacta de mirarlas cosas, y encontrar el contexto apropiado para expresar esa manera de ver, eso es otra cosa. Cada gran escritor, incluso cada escritor muy bueno, rehace el mundo de acuerdo a sus especificaciones.
Esto de lo que estoy hablando se relaciona con el estilo, pero no es el solo estilo. Es la firma particular e inconfundible del escritor en todo lo que escribe. Es el mundo suyo y de nadie más. Es una de las cosas que distingue a un escritor de otro. No el talento. Éste abunda. Pero el escritor que tiene una manera especial de mirar las cosas y que le da una expresión artística a esa manera, ese escritor va a durar.
Isak Dinesen decía que escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperar. Algún día voy a poner eso en una tarjeta de 8x12 y lo voy a pegar en la pared al lado de mi escritorio. Tengo ya algunas tarjetas en la pared.
Le oí decir al escritor Geoffrey Wolff: “Nada de trucos baratos” a un grupo de estudiantes para escritores. También quedaría bien en una tarjeta. Yo lo corregiría un poco y dejaría “Nada de trucos”. Punto. Detesto los trucos. Al primer signo de un truco o de una artimaña en una obra de ficción, un truco barato o inlcuso un truco elaborado, corro a esconderme. Los trucos son en últimas aburridos, y yo me aburro fácilmente, lo que quizás tenga que ver con mi escasa capacidad de atención. Pero la escritura demasiado ingeniosa o incluso la escritura puramente necia me ponen a dormir. Los escritores no necesitan trucos ni artimañas, ni siquiera tienen por qué ser los chicos más inteligentes de la cuadra. A riesgo de parecer tonto, un escritor necesita a veces tan sólo presenciar con la boca abierta esta cosa o la otra —un atardecer o un zapato viejo— en puro y absoluto asombro.
Es posible, en un poema o en un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes y corrientes usando un lenguaje común y corriente pero preciso, e impartirle a esas cosas –una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, un arete de mujer– un poder inmenso, incluso perturbador. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo y producir un escalofrío en la espina dorsal del lector –el origen del placer artístico, como querría Nabokov–. Ése es el tipo de escritura que más me interesa. Detesto la escritura desmañada o azarosa, ya desfile con la bandera de la experimentación o ya se trate tan sólo de realismo torpemente reproducido. En el maravilloso cuento de Isaac Babel Guy de Maupasant, el narrador dice lo siguiente sobre la escritura literaria: “Ningún hierro puede penetrar el corazón con tanta fuerza como un punto colocado en el sitio preciso”. Esto también debería estar en una tarjeta.
Evan Connell dijo una vez que sabía que había concluido un cuento cuando se descubría repasándolo y quitándole comas y luego volviendo a recorrerlo y poniéndole comas en los mismos lugares. Me gusta esa manera de trabajar en algo. Respeto ese tipo de cuidado con lo que se está haciendo. Es todo cuanto tenemos finalmente, las palabras, y es mejor que sean las apropiadas, con la puntuación en los lugares correctos para que puedan decir mejor lo que están destinadas a decir. Si las palabras están cargadas con las emociones irrefrenadas del escritor, o si son imprecisas e inarticuladas por alguna otra razón –si las palabras de alguna manera son confusas–, los ojos del lector se deslizarán sobre ellas y no se logrará nada.
Me agrada cuando en los cuentos hay algún sentimiento de riesgo o una atmósfera de amenaza. (…) Lo que crea la tensión en un escrito literario es en parte la manera como las palabras concretas se enlazan para conformar la parte visible del cuento. Pero son también las cosas que se dejan por fuera, las que están implícitas, el paisaje detrás de la lisa pero a veces quebrada y precaria superficie de las cosas.
La definición de V.S. Pritchett de un cuento es “algo atisbado con el rabillo del ojo, al pasar”. Nótese la parte de “atisbar” en esto. Primero el atisbo. Luego el atisbo que cobra vida, que se convierte en algo que ilumina el momento y que tal vez, si tenemos suerte –otra vez esta palabra– podrá tener consecuencias y significado de más largo alcance. La tarea del cuentista es investir el atisbo con todas sus capacidades. Aportará su inteligencia y su pericia literaria (a su talento), su sentido de la proporción y su sentido de la pertinencia de las cosas: de cómo las cosas están allí realmente y de cómo ve esas cosas –como nadie más las ve. Y eso se hace mediante el uso de un lenguaje claro y específico, un lenguaje usado para darle vida a los detalles que iluminarán el cuento para el lector. Porque para que los detalles sean concretos y transmitan significado, el lenguaje tiene que ser exacto y usado con precisión. Las palbras podrán ser tan precisas que suenen opacas, pero de todas maneras significan; si se las usa con cuidado pueden producir todas las notas.-


De Fuegos

Ahora, cuando miro hacia atrás pienso que me estaba chiflando lentamente de frustración durante esos años famélicos. Como fuese, esas circunstancias dictaron, con la mayor intensidad posible, las formas que había de tomar mi escritura. Dios me valga, no me estoy quejando ahora, tan sólo estoy dando datos de un corazón oprimido y todavía desconcertado.
Si hubiera sido capaz de recoger mis pensamientos y de concentrar mi energía en una novela, digamos, tampoco estaba en posición de aguardar una remuneración que, si llegara a presentarse, podría distar todavía varios años. No podía ver el camino. Tenía que sentarme y escribir algo que pudiera acabar ya, esta noche, o a lo sumo mañana por la noche, no más tarde, después de haber vuelto del trabajo y antes de empezar a perder interés. En esos días siempre tenía algún oficio mediocre, y lo mismo sucedía con mi mujer. Trabajaba de mesera o era vendedor ambulante. Años después enseñó en un colegio. Pero eso fue años después. Yo trabajaba en un aserradero, de celador, de mensajero, en una bomba de gasolina, de dependiente en una tienda: uste elija el oficio, yo lo hice. Un verano, en Arcata, California, recogí tulipanes, lo juro, en las horas del día, para mantenernos, por la noche limpiaba un restaurante en la carretera y barría el parqueadero.
En esos días imaginaba que si podía salvar una o dos horas al día para mí, después del trabajo y la familia, sería más que suficiente. Era el mismo cielo. Y me sentía feliz de tener esa hora. Pero a veces, por una u otra razón, no lo lograba. Entonces empezaba a pensar en el sábado, aunque a veces pasaban cosas que descartaban también el sábado. Pero quedaba la esperanza del domingo. El domingo, tal vez.
Por eso, a propósito, y por necesidad, me limité a escribir cosas que podía terminar de una sentada, de dos sentadas a lo sumo. Estoy hablando de un borrador. Siempre he tenido paciencia para reescribir. Pero en esos días miraba con dicha la reescritura, pues me tomaba un tiempo que me alegraba concederle. En cierto sentido no tenía prisa de concluir el cuento o el poema en el que estaba trabajando, pues terminarlo significaba que tendría que encontrar el tiempo, y la fe, para comenzar otra cosa. Así que tenía mucha paciencia con un texto después de haberlo escrito inicialmente. Guardaba las cosas en casa durante lo que parecía mucho tiempo, entrometiéndome, cambiando, añadiendo, cortando algo.
Este método de ensayo y error duró casi dos decenios. Por supuesto que hubo buenos momentos entonces; ciertos placeres adultos y satisfacciones a los que sólo tienen acceso los padres. Pero me cortaría las venas antes de regresar a ellos.
Las circunstancias de mi vida son muy diferentes ahora, pero ahora elijo escribir cuentos cortos y poemas. O por lo menos creo que lo hago. Tal vez todo es resultado de los viejos hábitos de aquellos días. Tal vez no puedo aún ajustarme a pensar en términos de disponer de mucho tiempo para trabajar ¡en lo que quiera! Pero aprendí algo en el camino. Una de las cosas que aprendí es que tenía que ceder o romperme. Y aprendí también que es posible ceder y romperse al mismo tiempo.


12 comentarios:

  1. Oh, qué bonito saber que alguien anda por aquí y aprecia el contenido. Les dejo la frase de Carver, creo que pronunciada en el cierre de uno de sus talleres de escritura creativa: "traten entonces, mientras se ocupan de sus destinos individuales, de recordar que las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener el poder de los actos".

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  2. Muy inspirador y a la vez esperanzador

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  3. Muchas gracias Desconocidx, me alegra que alguien disfrute y valore esos textos que a mí me acompañan desde hace mucho

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  4. Muy inspirador, me identifico con tu sentir, al igual que tú, espero lograrlo. Muchas gracias!!!

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  5. Gracias a ti Momo. Me han hablado de un texto que trata de la relación del vínculo de Carver con su editor, voy a procurarlo y si encuentro algún párrafo especial lo subiré también en el blog

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  6. Me identifico con el Autor y me da animo de seguir adelante con mis proyectos

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  7. Felicitaciones! Valoro inmensamente la humanidad que destila tu texto, el acercamiento a tus miedos y la manera cómo el cuento te abrió caminos de manera pronta. Estoy aprendiendo mucho con tus reflexiones!

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  8. Respuestas
    1. Sí!!! Cada tanto vuelvo a esos textos, para dar clases o simplemente porque sí

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